Era nuestro último día en Francia. Todo
era rutina: mi hermano y mi padre a esquiar. Mi madre y yo en el pueblo. Lo extraño de aquel día fue que
no tuve ninguno de mis sueños. Solo recuerdo alguna vez la canción en mi
cabeza, pero parece como si se hubiera si la calma hubiera llegado finalmente,
y no me gustaba, significaba que algo iba mal. Respecto a Eme… no le volví a
ver desde la pasada tarde, pero de repente me llegaban mensajes al móvil con
chistes en francés. Tardé en darme cuenta que el chiste, en realidad, era que
no entendía nada de lo que me decía. Era sábado y hacía un frío increíble. No
había ningún plan para hoy, excepto ir a cenar a una bolera. Me aventuré a
preguntar a mis padres si les importaba que se viniera Emerick a cenar con
nosotros. Pensé que a mi hermano le caería bien, eran casi igual de nerviosos,
y a mis padres les gustaría por lo mismo. Como no, me arriesgué a las típicas
preguntas de si era mi novio, si me gustaba… chorradas varias, pero espero que
haya quedado aclarado que es un amigo que, por desgracia, se quedaría aquí, tan
lejos de Madrid, dentro de un día.
Decidí ir a buscarle y proponerle el plan para esta noche. Le vi por fuera de la cristalera, no paraba quieto.
Qué velocidad llevaba de aquí para allá, bandeja arriba y abajo.
- Un vaso de agua, por favor –pedí aprovechando que me daba la espalda. Cuando se dio la vuelta y vio que se
trataba de mí, puso una extraña cara y sonrió bajando la mirada hacia abajo. Vi
como rellenaba un vaso de agua que me puso encima de la barra con cara de
orgullo-. Tengo una proposición.
- ¿Ya te quieres casar conmigo? –soltó
de improvisto poniendo cara de interesante.
- Todavía no, pero te propongo algo
mejor –Eme puso los cinco sentidos en mis palabras-. Esta noche voy a cenar con
mi familia a la bolera. ¿Te apuntas? No quiero presionar, si fuéramos pareja no
te presentaría a mis padres.
- Acepto, pero iré por tu hermano,
que me cae mejor que tú –confesó. Me guiñó uno de sus azules ojos y salió de la
barra para seguir trabajando.
-¡A las 20:00 en mi casa, tú calle hacia
abajo, el número 7!
La casa estaba llena de zapatillas, mi
madre empezaba a tener la locura premaleta, y nosotros a sufrir las
consecuencias. Raquel por aquí, Jaime por allá, y llamaron a la puerta justo a
tiempo.
Creo que mi amigo les cayó muy
bien, por un momento pensé que le adoptarían en mi familia, pero fueron falsas
ilusiones. Cuando salimos del restaurante y tras haber echado una partida, Eme
y yo nos quedamos un rato dando una vuelta. Subimos al castillo del otro día,
ambos cargados con nuestra música y con ella silencios que sabíamos que
acabarían con una amarga despedida. Amarga en el sentido en que nadie quiere
empezarla, y mucho menos acabarla.
-Creo que es hora de hablar de los
sueños –elegí como tema principal, era el más adecuado sabiendo lo que ocurrió
la otra vez-. Bueno, hace un día que no he vuelto a tener ningún sueño…
- Yo tampoco- Interrumpió Eme.
-… El caso es que tengo miedo. Se que
pueden ser solo sueños, pero cada vez que los tengo es como si completase parte
de mi vida. Soy yo, y lo sé. Y también sé quién eres. Y creo que te conozco de
antes. Por eso estoy tan a gusto contigo, por eso sabes mi nombre, no entiendo
nada, pero solo se que no quiero volver a separarme de ti. No puedes ser un
mero pasajero en esta historia, ojala jamás me fuera de aquí, pero en una hora
nuestro tiempo acaba y espero que no sea para siempre.
Atónito al verme en una posición
como no me habría imaginado, se quedó quieto, mirándome con esos ojos azules.
Esta vez no sonreía, pero se podía ver en su rostro la buena persona que es.
Simplemente estuvimos juntos ese tiempo que nos quedaba. Bromas, música, la
luna sobre el pueblo y la hora llegó.
Caminamos lentamente hasta mi casa.
Cuando llegamos allí, me giré hacia el y nos quedamos sin palabra alguna. Eme
se acercó y me refugió entre sus brazos cubiertos por la chaqueta. Le abracé
como abrazo a las personas importantes en mi vida. De hecho, el mismo hecho de
abrazarle, representaba el cariño que le tenía. Nos despegamos el uno de otro,
y sin querer irme, me quedé ahí plantada. No quería dar ningún paso que
supusiera el final. El se acercó y me besó en la mejilla. No quería nada más.
-C’est n’est pas une Au Revoir, es un
hasta luego- le dije al oído, y le devolví el beso de despedida. Después de
esto, nos sonreímos, me hizo una broma estúpida en francés y me di la vuelta,
grabando, mientras caminaba hacia la verja de mi casa, esos ojos y esa sonrisa,
y ese nerviosismo que me ha dado mi mejor Navidad en muchos años.
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