La anécdota de anoche es curiosa. Esta
vez si he conseguido dormir –tarde, pero dormí-, pero el despertar ha sido
extraño, por no decir inquietante. Cuando he abierto los ojos, estaba realmente
congelada, muerta de frío, tumbada en el suelo del camino de piedras que lleva
a la entrada de la casa. Serían las ocho de la mañana cuando me desperté. Sin
hacer ruido me metí en la casa y corriendo me subí a mi cama. Encogida en
posición feto y con el edredón cubriéndome la cabeza, comencé a escuchar cómo
mis padres se levantaban. Aún no les he dicho nada sobre ello, creo que me
controlarían un poco si me han estado notando rara estos días y encima supieran
que sonámbula he amanecido congelada en la calle.
A parte de esa anécdota junto a las
imágenes del círculo de fuego y el hacha no ha ocurrido nada más por la noche.
Me volví a despertar –esta vez en mi cama- sobre las 12. Me visto, me aseo, me
peino y bajo. Las primeras noticias del día eran que iríamos a un pueblo
llamado Osevoir a unos 15
kilómetros a comer. Cuando llegamos al pueblo lo
recorrimos entero en busca de un restaurante para comer, con la sorpresa de que
ninguno estaba abierto. Tocaba dar media vuelta y volver por donde habíamos
ido. La carretera camino a St- Sauveur estaba llena de curvas y no paraba de
llover a cántaros. Era precioso. Sobre el coche se alzaban altas montañas nevadas y en la carretera, en
algunos tramos, piedras que pertenecían a esas montañas. Pasado el puente de
Napoleón –un hombre muy amigo de los españoles- llegamos al pueblo de nuevo.
Hoy teníamos que comer fuera, ¿y dónde acabamos? En la Terrasse. Que oportuno.
No había pensado en el chico de la plaza en todo el día, y como eso ya era
mucho tiempo, supongo que el destino quería que me acordase del pobre una vez
más. Bueno, quizás esté mintiendo un poco. En el coche vuelta al pueblo sonó la
canción de Do I wanna know? de los Arctic Monkeys. Pero fue un recuerdo pasajero.
Nos sentamos en la mesa redonda de
siempre. Nos quitamos los abrigos empapados, los dejamos y nos vamos a por la
comida (es buffet libre). El típico rato
gracioso en el que nos intentamos entender con el camarero y volvemos a la
mesa. Faltaban los platos principales que nos los llevaban a la mesa.
¡Sorpresa! Me vuelve a servir la comida el chico de la plaza. Comemos,
hablamos, estamos ahí hasta que decidimos irnos. No sin antes pasar por el
servicio. No se que manía tienen los franceses de hacer los baños unisex.
Sinceramente odio esa manía. No me importa que cuando me esté lavando las manos
aparezca un hombre, pero sí me importa que cuando me esté lavando las manos
aparezca él. Eso si que fue un encontronazo. El chico empezó a hablarme muy
rápido en francés. Como yo no le entendía, le dije que no lo intentase, que no
hablaba francés. El siguió. Creo que no me estaba insultando – aquello que me
había parecido al principio- sino que me estaba intentando contar, pero estaba
muy nervioso, y eso junto a la rapidez con la que me hablaba creo que no era
muy apropiado. Mi cara reflejaba un poco de susto y atención. Tenía intriga
sobre qué me intentaba decir, hasta que se relajó. Fue ahí cuando
sorprendentemente empezó a hablar mezclando francés, inglés y alguna palabra en
español. Aún así yo también estaba muy nerviosa y no conseguí entenderle. Hubo
un silencio en el que ambos nos miramos con el ceño fruncido y nos dispersamos.
Él se quedó en el baño y yo salí por la puerta intentando no mirar atrás.
Cuando me senté de nuevo en la mesa mi hermano me comentó que estaba pálida,
aún más de lo normal. Mi repertorio de
encontronazos en los que me quería meter bajo tierra podría parar ya, ¿no?
Descansé un poco y volví a la tienda a
terminar de pagar mi deuda. No podía concentrarme, no sabiendo que a poco más
de doblar la esquina había un francés que probablemente me hubiera hecho un
hechizo gitano en un idioma que ni entiendo. Aún así conseguí saldar la cuenta
que tenía con la tienda por mi tropiezo y asesinato de todas las ardillas de
peluche que había en la tienda. Cierta pena recorrió mi corazoncito
madrileño…Pero fue un microsegundo, luego me fui deseando no saber nada más
sobre aquella tienda, ardillas y un hombre barrigudo y bizco que me miraba con
cara de asesino. Me puse la chaqueta y salí a disfrutar de la libertad.
Entonces la libertad decidió calarme hasta los huesos. Llovía y hacía tal
viento que parecía que saldría volando en cualquier instante. Me puse la capucha
y, con apariencia de esquimal, crucé la calle intentando llegar lo más rápido
posible a casa –o morir en el intento-.
Dicen que el mayor placer de una mujer es
llegar a casa y desprenderte del sujetador. Mi mayor placer en ese momento fue
quitarme las botas, los calcetines, los pantalones, el abrigo y con la sudadera
hacer compañía a mi mejor amigo, el fuego. Y parece ser que no era la única. El
perro tuvo la misma idea que yo, pero sin quitarse ninguna prenda. Parece ser
que las mejores mentes piensan igual.
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