martes, 31 de diciembre de 2013

Noche buena y tarde peor.

      La anécdota de anoche es curiosa. Esta vez si he conseguido dormir –tarde, pero dormí-, pero el despertar ha sido extraño, por no decir inquietante. Cuando he abierto los ojos, estaba realmente congelada, muerta de frío, tumbada en el suelo del camino de piedras que lleva a la entrada de la casa. Serían las ocho de la mañana cuando me desperté. Sin hacer ruido me metí en la casa y corriendo me subí a mi cama. Encogida en posición feto y con el edredón cubriéndome la cabeza, comencé a escuchar cómo mis padres se levantaban. Aún no les he dicho nada sobre ello, creo que me controlarían un poco si me han estado notando rara estos días y encima supieran que sonámbula he amanecido congelada en la calle.    

      A parte de esa anécdota junto a las imágenes del círculo de fuego y el hacha no ha ocurrido nada más por la noche. Me volví a despertar –esta vez en mi cama- sobre las 12. Me visto, me aseo, me peino y bajo. Las primeras noticias del día eran que iríamos a un pueblo llamado Osevoir a unos 15 kilómetros a comer. Cuando llegamos al pueblo lo recorrimos entero en busca de un restaurante para comer, con la sorpresa de que ninguno estaba abierto. Tocaba dar media vuelta y volver por donde habíamos ido. La carretera camino a St- Sauveur estaba llena de curvas y no paraba de llover a cántaros. Era precioso. Sobre el coche se alzaban altas  montañas nevadas y en la carretera, en algunos tramos, piedras que pertenecían a esas montañas. Pasado el puente de Napoleón –un hombre muy amigo de los españoles- llegamos al pueblo de nuevo. Hoy teníamos que comer fuera, ¿y dónde acabamos? En la Terrasse. Que oportuno. No había pensado en el chico de la plaza en todo el día, y como eso ya era mucho tiempo, supongo que el destino quería que me acordase del pobre una vez más. Bueno, quizás esté mintiendo un poco. En el coche vuelta al pueblo sonó la canción de Do I wanna know? de los Arctic Monkeys.  Pero fue un recuerdo pasajero. 
     Nos sentamos en la mesa redonda de siempre. Nos quitamos los abrigos empapados, los dejamos y nos vamos a por la comida (es buffet libre). El típico  rato gracioso en el que nos intentamos entender con el camarero y volvemos a la mesa. Faltaban los platos principales que nos los llevaban a la mesa. ¡Sorpresa! Me vuelve a servir la comida el chico de la plaza. Comemos, hablamos, estamos ahí hasta que decidimos irnos. No sin antes pasar por el servicio. No se que manía tienen los franceses de hacer los baños unisex. Sinceramente odio esa manía. No me importa que cuando me esté lavando las manos aparezca un hombre, pero sí me importa que cuando me esté lavando las manos aparezca él. Eso si que fue un encontronazo. El chico empezó a hablarme muy rápido en francés. Como yo no le entendía, le dije que no lo intentase, que no hablaba francés. El siguió. Creo que no me estaba insultando – aquello que me había parecido al principio- sino que me estaba intentando contar, pero estaba muy nervioso, y eso junto a la rapidez con la que me hablaba creo que no era muy apropiado. Mi cara reflejaba un poco de susto y atención. Tenía intriga sobre qué me intentaba decir, hasta que se relajó. Fue ahí cuando sorprendentemente empezó a hablar mezclando francés, inglés y alguna palabra en español. Aún así yo también estaba muy nerviosa y no conseguí entenderle. Hubo un silencio en el que ambos nos miramos con el ceño fruncido y nos dispersamos. Él se quedó en el baño y yo salí por la puerta intentando no mirar atrás. Cuando me senté de nuevo en la mesa mi hermano me comentó que estaba pálida, aún más de lo normal. Mi  repertorio de encontronazos en los que me quería meter bajo tierra podría parar ya, ¿no?
      Descansé un poco y volví a la tienda a terminar de pagar mi deuda. No podía concentrarme, no sabiendo que a poco más de doblar la esquina había un francés que probablemente me hubiera hecho un hechizo gitano en un idioma que ni entiendo. Aún así conseguí saldar la cuenta que tenía con la tienda por mi tropiezo y asesinato de todas las ardillas de peluche que había en la tienda. Cierta pena recorrió mi corazoncito madrileño…Pero fue un microsegundo, luego me fui deseando no saber nada más sobre aquella tienda, ardillas y un hombre barrigudo y bizco que me miraba con cara de asesino. Me puse la chaqueta y salí a disfrutar de la libertad. Entonces la libertad decidió calarme hasta los huesos. Llovía y hacía tal viento que parecía que saldría volando en cualquier instante. Me puse la capucha y, con apariencia de esquimal, crucé la calle intentando llegar lo más rápido posible a casa –o morir en el intento-.

      Dicen que el mayor placer de una mujer es llegar a casa y desprenderte del sujetador. Mi mayor placer en ese momento fue quitarme las botas, los calcetines, los pantalones, el abrigo y con la sudadera hacer compañía a mi mejor amigo, el fuego. Y parece ser que no era la única. El perro tuvo la misma idea que yo, pero sin quitarse ninguna prenda. Parece ser que las mejores mentes piensan igual.



lunes, 30 de diciembre de 2013

El 23 de diciembre y mi atentado contra las ardillas.

      Hoy no pude dormir. ¿Os acordáis del pequeño fragmento de anoche que se me repetía constantemente? Sigue ahí. Ni ha ido a más ni he olvidado parte, simplemente sigue siendo un inquilino vergonzoso que necesita sentirse vivo. Pasé media noche tumbada en el sillón frente al fuego. Cada vez que se apagaba yo lo volvía a encender. Así una y otra vez hasta que amaneció. Por nada del mundo quería salir a la calle, mi cara totalmente pálida refugiaba unos ojos que, durante todo el día, miraban a ninguna parte.
      En uno de los pequeños paseos matutinos que hacía por St-Sauveur, tuve un mal entendido con una piedra, que acabó siendo una estantería de peluches de ardillas sobre la carretera, un tendero furioso que despotricaba contra mi en francés y una fila de coches a la entrada del pueblo que esperaba a que las pobres ardillas fuesen recogidas y enterradas. Ahora que lo pienso resulta bastante gracioso, pero en ese momento me quería morir, y no solo de vergüenza. Sin ninguna hora dormida por la noche, apenas era consciente del jaleo que había montado. La gente se paró en un semicírculo, creo que pensaban que el circo había llegado al pueblo. Muchos reían, los coches pitaban, y yo no sabía si llorar, gritarle más al tendero a ver si me entendía o salir corriendo y esconderme en algún callejón. Opté por la segunda opción. Comencé a gritar cada vez más y más “¡LO SIENTO, DE VERDAD! ¡YO NO QUERÍA!”, y para que lo entendiese mejor el hombre me lancé a la carretera a recoger el desastre. Después de unos quince minutos –que me parecieron horas- el ambiente estaba más calmado, y le propuse al hombre ayuda hasta hacerle recuperar el dinero que había perdido. Así es. Por la tarde, unas dos horas o así, he sido la encargada de la tienda. Bueno, quien dice encargada dice cajera. Al menos voy aprendiendo algo de idioma y consigo evadirme de mi extraño amigo “el chico de la plaza” y las continuas imágenes del sueño. A las 19:30 fue la hora a la que el jefe provisional dejo que me fuera a casa, había recuperado una tercera parte de lo estropeado, así que creo que me tocarán un par de días más entretenida atendiendo a turistas y proveedores en otro idioma. Ingenua de mí, en el momento de salir, no era consciente de a las dos situaciones a las que me tendría que enfrentar: una era la bronca que me esperaba en casa. Me senté a contarles la historia. El resultado fue que mi padre me tiene castigada sin… bueno, es un intento de castigo porque no hay nada que me pueda quitar, y mi madre y mi hermano no podían parar de reír –y con razón-; la segunda situación a la que me tuve que enfrentar, y más extraña e incomoda, fue encontrarme al chico de la plaza.
      Cuando salí de atender la tienda me dirigí de nuevo a la Terrasse a tomar un café a escribir un poco. Me acerqué a la barra y entre señas, un poco de español y francés, conseguí que me entendiesen con “un café con leche y azúcar” perfectamente. Me senté en una de las mesas de sillón con una lámpara que daba mucho calor. Abro el ordenador y comienzo a escribir. En ese instante, sin apartar la vista del ordenador, puedo ver por el rabillo del ojo que  unas piernas se acercaban. Supuse que era el camarero, y cuando levanté la cabeza pude corroborar que, efectivamente, era el camarero. Con el leve detalle de que también era el chico de la plaza. Mi cara, que no puede mentir, retrató unas facciones entre asombro, vergüenza y asco. Entre el asombro y la vergüenza me salió un tímido “merci” que el correspondió con una forzada y pequeña sonrisa.
Obviamente y como creo que os imaginaréis, en el ambiente había de todo menos mi concentración. Si era capaz de hilar apenas dos frases era un milagro. Y decir que cada vez que cruzábamos miradas me ponía más nerviosa y empezaba a enfadarme, así que decidí irme a casa a descansar un poco. Así pues deje el dinero en la mesa y sin decir nada me fui. Tuve mucho que pensar camino a casa, pero no me dio tiempo a ordenarlo todo, y continué ordenando pensamientos en la ducha.
      -Raquel, ¿te pasa algo? Llevas un buen rato embobada con la chimenea.
      - Ahm… ¿qué? ¿En serio?
      - Pues sí. Creo que va siendo hora de que te acuestes, es muy tarde ya y mañana iremos a otro pueblo.
      Pero me quedé en el salón. Película tras película iba relacionando las historias con mi famosa anécdota de hoy. ¡Dios! Lo intento, pero no puedo. Esta obsesión duele y no se como hacerla parar.

      De pronto estoy en un prado. En él hay un gran círculo de fuego, y yo estoy justo en su centro. En una mano tengo un hacha muy rústica, a una forma india. En la otra mano, vendada y ensangrentada, un ramo de flores rojas. Alzo la vista y ahí está la luna llena, tan pálida y preciosa como siempre.


Introducción


       Otra vez me despertaba sin quererlo. Según el reloj solo llevaba dormida una hora en total, y no lo estaría mucho más. Enciendo la lámpara de lava y dejo que el nuevo ambiente llame a mi sueño. Pensé que tras dormir cinco horas entre las noches anteriores y el cansancio del viaje podría dormir de una vez y a horas decentes. Pero Francia no me hace el favor. Con las frases de mi amigo Loriga en la mano consigo ir matando a palos los párpados.

      Por el ventanal del techo se ven los picos del valle de St-Sauveur nevados y un cielo azul  puro. Es de día. Cuando me quise dar cuenta llevaba cinco minutos sentada sobre el borde de la cama con una sensación de no haber estado toda la noche en la habitación, y dándole vueltas a una imagen que creo que es del sueño que tuve. El jaleo que hay abajo me indica que es hora de desayunar, ponerse la ropa de snow, el equipo y coger la montaña con las ganas de hace un año, pero recuerdo que esta vez me toca  quedarme en casa por la lesión, sin equipo y con muchas ganas de bajar la montaña sobre mi tabla. “Bueno, me ducho y empiezo a trabajar con las cosas de la universidad que tengo por hacer” pienso con desgana. Pero no. Cogí la cámara de fotos y decidí adentrarme por este pequeño pueblo francés, deleitarme con sus estéticas casitas de madera y piedra y la preciosidad de valle que se alzaba sobre nuestras cabezas, un valle cubierto de verde y blanco que rodeaba todo St-Sauveur. Creo que me he recorrido ya prácticamente todo el pueblo, pero tengo la sensación de no conocerlo nada en absoluto, pero tengo toda una semana con tiempo y sin internet que aprovechar.
      La verdad es que mi primer día de vacaciones está siendo un aburrimiento. Me he pasado toda la mañana matando el tiempo y todavía queda mucho vivo. Paseo, fotografía, trabajo… y nada. Pocas veces te das cuenta del tiempo libre que tienes hasta que te obligan a tenerlo. Las ganas de esquiar en ocasiones desaparecen, pero lo que no puedo evitar es pensar en el sueño que tuve anoche:
“Bajo mis ojos –era yo misma la protagonista de mi sueño- un rojo fuego vivo se alimentaba de leña recién cortada. Yo, sentada frente a la chimenea, en el suelo, mantenía una conversación con alguien del que no recuerdo el rostro, pero era muy alto.
-Creo que hace falta más leña.-
-A no ser que quieras salir ardiendo no creo que sea necesaria más.-
-Fuego, fuego, fuego…-
      Y ahí se cortaba la conversación. De repente todo era oscuro, pero estaba dentro de una casa de piedra, eso si que lo sabía. Abría la puerta con una manta y salí  a una especie de prado, tiré la manta y me tumbé. No podía quitar la mirada de la Luna.”
Eso era lo único que recordaba del sueño, y a lo que llevaba dando vueltas cada vez que mi mente no estaba distraída.
      Se lo conté a mi madre, pero claro, mis sueños son como un hijo de Stephen King y Kubrick, y que el sentido es lo que menos posee. Por eso mismo le pareció otra locura de mi subconsciente. Pero era como mi pequeña obsesión. Después de comer me puse las botas y fui a dar un pequeño paseo. El sol ya no daba de lleno en el pueblo porque está en la parte umbría de la montaña el sol solo se da a conocer hasta las dos de la tarde. Esta vez me acompañaba mi hermano. Nos sentamos un rato en la plaza del pueblo y entonces, escuchando The Black Keys, vi pasar a un chaval un alto, pálido y con el pelo moreno, algo corto y revolucionado. Vestía un abrigo marrón grande  y unos vaqueros estrechos, pero no pequeños.  No le estaba buscando con la mirada, ni era un chico de anuncio, pero pareció que ya le conocía y no podía dejar de mirarle. Como,sin disimulo alguno, le estaba siguiendo con la cabeza, el chico se giró y ni con esas me importó seguir fijándome en él.

      Eso pasó hace ya horas, ahora estamos viendo una película toda la familia junta junto al fuego,  y lo único que me da vueltas a la cabeza es el sueño y el famoso chico de la plaza. Ambas cosas me daban la sensación de que ya lo había vivido y que ya le conocía. Ahora mismo solo puedo definirme con palabras como “obsesionada”, “pesada”, “pánfila”. Se que la obsesión por el chico no es por nada de romance, pero aún así me seguía resultando muy extraño, incluso puedo sentir un poco de ira y añoranza. Pero más extraño me resulta pensar en las imágenes de la chimenea y la luna con las palabras “fuego, fuego, fuego…” de fondo. Quiero dormir únicamente para volver a soñar con lo mismo que anoche, porque quiero recuperar lo soñado, porque se ha convertido en parte de mi memoria, como si fuese la pieza de una vida que me falta.

     Y aquí sigo, otra vez, las tres de la mañana y con nada de sueño. Esta vez solo me apetece que retumbe la música en mi cabeza a ver si así pasan mis nuevas dos preocupaciones pasajeras.